Skip to content

Paseamos por la ciudad sin detenernos en las caras que se cruzan con las nuestras. Cada quien arrastra su propia historia, y por lo general, preferimos ignorar la del otro. Tal vez sea una forma de protegernos de un dolor ajeno que tememos no saber manejar. Sin embargo, esos ojos que apenas rozan los nuestros guardan alegrías y sombras tan grandes como las nuestras.

A veces, me sorprende la paradoja de sentirnos solos en medio de la multitud. Podríamos tender un puente con una palabra, con un gesto, con una pregunta, pero el fragor cotidiano nos hace seguir de largo, creyendo que nuestra pena es la única que merece atención. Así, terminamos asumiendo que el resto del mundo va a otro ritmo, como si existiera una muralla de cristal entre uno y los demás.

Y sin embargo, en cada mente que pasa apresurada late una urgencia parecida: un desencuentro amoroso, una idea que pugna por nacer, un sueño con sabor a derrota o tal vez a victoria. Somos el reflejo de una misma inquietud. Pero ese reflejo se diluye tras la ventana empañada de nuestra individualidad, y lo que queda es la certeza de que, pese a estar rodeados, seguimos envueltos en un silencio que nadie se toma el trabajo de descifrar.

Hay un pequeño milagro en reconocer que no somos los únicos que vagamos con la espalda doblada por un dolor o con el pecho inflado de ilusiones vanas. Si alzáramos la vista con la simple intención de ver y escuchar al prójimo, quizá advertiríamos que no estamos tan solos como creemos. Que las sombras también ensayan un baile de esperanza en cada esquina. Pero solemos ignorarlo, presos de una costumbre que privilegia nuestro propio ombligo.

En esa danza de desconocidos, hay un resquicio para la compasión, para el humor compartido, para una conversación que disipe la niebla de la indiferencia. Basta un instante de curiosidad auténtica para sentir que los otros no son un decorado, sino un espejo donde también se reflejan nuestras propias dudas. De ese modo, tal vez descubramos que en la multitud anónima palpitan amistades, confesiones y hasta complicidades que aún no se han dicho. Y así, nuestra soledad deja de ser una barrera infranqueable para convertirse en el puente más humano de todos.

Comments

Latest