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Me pregunto, en esta noche confusa, si la peor soledad es la del hombre o la de la mujer que conviven sin encontrarse jamás. Podría alegarse que al menos comparten una casa, un techo, un plato de polenta los domingos. Pero me atrevo a afirmar que tal convivencia, cuando es mero formalismo, alcanza a ser más atroz que la indiferencia absoluta. El hueco donde uno esperaría hallar ternura no es sino una sala vacía, iluminada por la fría luz de la costumbre.

Él, empecinado en creer que sus desatinos intelectuales la asustan, percibe en sus ojos—aunque ella mire sin verlo—un juicio que no se pronuncia, pero que retumba en el silencio. Ella desestima su apariencia, juzgándola un lastre que ya no despierta ni compasión ni deseo. Se adivina, en ese desdén, un reproche silencioso: “Ni siquiera has sabido embellecerte para mí.” Él, por su parte, se revuelca en un resentimiento tristemente firme: la acusa de no ofrecerle la mirada cariñosa, de no preguntar por sus desvelos, de no siquiera notar su presencia. Así, cada quien construye su propio relato del desencanto, sin buscar la concordia que acaso aún late en algún recoveco de la memoria compartida.

Alguna vez, hace mucho, existió una cercanía. Tal vez bailaron un tango torpe en una milonga casi vacía, o conversaron al abrigo de un libro ajado por lecturas compartidas. Pero el tiempo cubrió con un manto de rutina los más mínimos gestos de afecto, hasta hacerlos invisibles. Ahora, él rememora esos instantes con una mezcla de ironía y dolor. Ella, en cambio, parece no reparar en nada que no sea su incomodidad cotidiana.

¡Qué cosa extraña es la soledad de a dos, amigos! Cuando uno se encuentra solo, sin nadie al lado, la congoja es grande, pero al menos hay un espacio para la esperanza. Uno imagina que, en cualquier esquina del mundo, podría aparecer un prójimo dispuesto a calmar la sed del corazón. En cambio, cuando se sufre en pareja, uno percibe la presencia tibia del otro como un recordatorio perpetuo de lo que no se tiene: una complicidad fallida, un amor que no brota.

¿Se anima alguno a señalar un culpable? Sería un ejercicio inútil; el fracaso en estos asuntos del afecto es siempre compartido, y hasta—me animo a arriesgar—inevitable. Somos seres empeñados en la búsqueda del entendimiento mutuo, y a la vez, rehenes de nuestra vanidad. Así es que él se oculta en un laberinto de rencores, y ella se parapeta en la altivez, desconociendo el pálpito genuino que pudo unirlos alguna vez. Ambos se ahogan en una sala llena de ecos mal interpretados.

Sin embargo, no es esta la suerte final de todos. Quien sea capaz de reconocer en el silencio ajeno sus propias limitaciones, quizá halle un destello de comprensión. Pero ese destello exige un acto de valentía: decir la verdad que duele, mostrarse vulnerable, confesar—con voz quebradiza—la añoranza de un cariño ahora ausente. Ojalá ambos pudieran, con simpleza, interrumpir la danza del desencuentro, aunque sea para mirar hacia atrás y preguntarse: “¿En qué punto nos perdimos?” A lo mejor allí surja una pequeña chispa que rompa la cáscara del desamor.

Mientras tanto, la soledad habita cada rincón de su morada compartida, como un huésped que nadie invitó pero que ya se instaló en la cabecera de la mesa. Y así, mujer y hombre, sin otro lazo que el recuerdo de un afecto que se les escurre entre las manos, ofrecen un espectáculo tan melancólico como fascinante: la soledad más profunda no es aquella en la que no hay nadie, sino aquella en la que, a pesar de estar dos, no hay encuentro alguno.

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